Quim Monzó
La plaga de grafitis que desde los años sesenta invade el mundo occidental no hace más que crecer. Es la libre expresión de la creatividad de la juventud, dicen sus defensores, como si la juventud no hubiese tenido ni tuviese (ahora o a lo largo de los siglos no oscurantistas que ha dado la historia) la posibilidad de expresarse con un par de pinceles y una tela, si su creatividad es pictórica. Si en vez de pictórica es escultórica, pues con barro y unos palillos de moldeado, o simplemente con las manos. Si es literaria, con una pluma y una resma de folios lo solucionábamos los jóvenes de hace medio siglo.
Pero, claro, si tu creatividad es plástica y resulta que te aplicas a ella en el estudio durante años y años, y luego finalmente consigues exponer y sucede que no va nadie a ver tu exposición, pues, francamente, es un palo. Por eso, cuando los amantes del grafiteo hablan de libre expresión de la creatividad de la juventud lo que en el fondo quieren es que la gente se vea obligada a ver sus obras, por las buenas o por las malas, lo quiera o no. Como, si expusiesen en una galería de arte, las irían a ver papá, mamá y cuatro amiguetes, pues se dedican a pintarrajear los muros de los edificios y así se aseguran una audiencia mayor: la de toda la gente que, yendo arriba y abajo por la calle, pasa por delante.
A tal punto ha llegado su omnipresencia –en paredes de edificios, en metros, o incluso grabando los vidrios de los escaparates y de los vagones de tren– que en las persianas metálicas de las tiendas la situación ha degenerado ahora hasta llegar a un pacto vergonzante. Se trata de un tipo de chantaje asumido por todos y digno de una tesis doctoral. Para que, como suelen hacer, los de la creatividad no les pintarrajeen sin miramientos las persianas metálicas con sus tags desaboridos, algunos dueños de parkings y de tiendas pactan con algún grafitero que les haga un grafiti suavecito, una especie de pintura como de historieta mala, que a veces es alegórica del negocio de la tienda en cuestión. No he visto ninguna que no sea una ilustración infantiloide, de un mal gusto atroz, muy cercana a la estética de las guarderías. Hoy en día, pasear por Barcelona cuando las persianas de las tiendas están bajadas te obliga a asistir a una exposición del peor mal gusto. ¿Por qué? Antes de reformar una tienda, los tenderos tienen que ceñirse a unas ordenanzas que más o menos intentan velar por que se mantenga cierto nivel estético, ni que sea mínimo, y están obligados a ceñirse a ellas y a presentar una propuesta de fachada que el Ayuntamiento tiene que aprobar. Pero, cuando deciden someterse al chantaje de los grafiteros, ahí se acabaron para siempre las ordenanzas y las propuestas de fachada. Toman por el atajo y no hay normativa que valga, aunque el grafiti sea espeluznante. Es lo que tiene vivir en la Ciudad Papamoscas.
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