Hermann Bellinghausen.
La han llamado reina del punk, lo cual es bastante estúpido viniendo ella del territorio punk que cimbró los años 70 con el mismo desparpajo autodestructivo, nicotina, alcohol, cocaína y pastillas de cualquier epítome (figura que consiste, después de dichas muchas palabras, en repetir las primeras para mayor claridad, según la Real Academia) de la calaña Syd Vicious, pero salvada curiosamente por el sexo: ‘The more they kill, the more I fuck’.
De la desventaja originaria de su condición de mujer, que determinó su desdichada infancia en los arroyos del white trash americano, Lydia obtuvo un arma de defensa personal y desmadre colectivo antes y después del sida.
Cantante hipnótica y desgarradora de sus propios verbos, performancera continua, agitadora sin causa, promotora del cine de la transgresión y con el tiempo, espléndida prosista. Además de una decena de discos, incontables videoclips, filmes prohibidos y una trayectoria en la rítmica del spoken word, posee ya cuatro libros sobre sí misma y su circunstancia con una rabia aún mayor, pero menos egocéntrica que las de Jack Kerouac, Henry Miller y Walt Whitman. Aunque los comentaristas, con razón, mejor la asocian con William S. Bourroughs.
Salvación y no, el coño y las tetas la pusieron pronto en el terreno de la explotación y el abuso. Esto la hace distinta de los cuatro caballeros mencionados, criados todos como niños mimados. Sin el privilegio de ser hombre, ella viene de las cloacas.
Su imagen escencial: Lydia recostada, desnuda, fuma empuñando un revólver enorme. En un mundo dominado por el miembro viril, ella encontró la forma de gobernar las vergas (y meterse en serios problemas).
Hija única de padres separados, aún prepúber y preLolita era usada por su madre como gancho para atraerse novios, hasta que la niña le reventó una botella de Heineken en la cabeza al primero que le metió mano y pretendía meterle otra cosa. La mamá se deshizo de ella al otro día, dejándola con el padre jugador, bebedor y desempleado patán de suburbio.
En una mala noche de canasta, el señor Lunch había perdido hasta el coche (lo último que pierde un macho americano) y apostó la virginidad de su hija con sus compinches. Ella de por sí hacía de mesera en las parrandas y partidas de su padre. Mi brasier todavía no se llenaba de nada, recuerda. Con rabia extraordinaria, Lydia los describe uno por uno, con nombre y estatus familiar. Aquellos seres patéticos. Animado, ayudado por los demás borrachos, el ganador, de origen italiano, con varios hijos y fama de mal sexo (su propia esposa propalaba episodios de su miembro guango), arrancó a esa florecita (así, sin ironía) el último rincón de inocencia que conservaba (Will Work For Drugs, Akahasic Books, Nueva York, 2009).
Ni sarcasmo ni cinismo en los relatos de Lunch, mero realismo visceral. Se guía por George Orwell: En tiempos de engaño, decir la verdad es revolucionario. En principio apolítica, más identificada con los márgenes, los bajos fondos y las víctimas, esa gente brutal y doliente, perseguida por la ley, devino tan desafiante que terminó por ser radical, rebelde y atea, como está escrito en la médula del punk. Brian Eno la tuvo en 1978 para el histórico disco No New York. Por algo ha interesado como asociada o intérprete a Nick Cave, Tom Waits y gente todavía más sospechosa.
Redonda y encantadora, Lydia llega sana y salva a los 50 años casi de milagro. Dedicó la vida a descuidarla. Puede al fin hablar con naturalidad y risa de lo que piensa de la familia, la religión, la guerra, la institución maternal, la mentira, la violencia masculina poblada de bestias, y también de los jovenes y jovencitas que han conmovido su camino. Estas contigüidades la hicieron inquietante retratista de parejas malditas, adolescentes de belleza desesperada, escenificaciones sadomasoquistas, violencia callejera.
Dispuesta a tirarse al hombre o la mujer que le vinera en gana, Lydia Lunch avanzó viendo a la muerte a la cara. Nunca cayó presa, y eso que protagonizó decenas de episodios policiacos, redadas y apañones en posesión o cercanía de armas y sustancias prohibidas, realizando prácticas indecentes, anarqueando. Siempre se las arregló para sacarles fotos a los tiras, que le posaban. Los entretenía tanto que acababan escoltándola en aeropuertos, terminales o precintos. Después los chantajeaba con las fotos por el gusto de espantarlos.
De eso habla, con prosa fluyente y el impudor que dan la edad y alguna sabiduría de chica mala, carne de clínica y presidio, ícono de la contracultura del fin de siglo, narradora emocionante y vengadora: El placer es la única verdadera rebelión.
Literariamente le gusta vincularse a Antonin Arataud y Jean Genet. Con la voz desmayada de una Nico naca y la dureza de gañote de P J Harvey confiesa: ‘I always wanted life to be naked’ (Siempre he querido la vida desnuda).
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