Frente a mi está un altar con la Virgen Maria blanca, entre adornos azules, blancos y dorados, está demasiado lejos para poder verla bien, me propongo acercarme en cuanto se marche la mayoría de la gente. En la iglesia hay sólo mujeres, jovenes y viejas, pero súbitamente aparecen dos niños andrajosos sin zapatos, cargando unas cobijas, que caminan lentamente por la parte derecha de la iglesia; el mayor tiene fuertemente asido con la mano algo que está sobre la cabeza de su hermano menor. Me pregunto por qué. Los dos van descalzos, pero mientras caminan se oye un taconeo de suelas, me vuelvo a preguntar por qué Se dirigen al altar, aproximándose al ataúd de cristal de una estatua santa, caminan lenta, ansiosamente, tocando todo, volteando hacia arriba arrastrúndose meticulosamente por la iglesia, devorúndolo todo con los ojos. Al llegar al ataúd de cristal, el menor de ellos (de tres años) toca el cristal y se acerca a los pies de la estatua, vuelve a tocar el cristal y yo pienso: “estos niños entienden lo que es la muerte, están en la iglesia debajo del cielo, poseen un pasado sin comienzo y se dirigen hacia un futuro infinito, esperando la muerte, a los pies de un muerto, en un templo sagrado”.
Me asalta una visión de los dos niños y yo flotando en el gran universo infinito, sin nada arriba, nada abajo, sólo la nada Infinita y su inmensidad, los innumerables muertos que van hacia todas las partes de la existencia, adentro, en los mundos atómicos de nuestros cuerpos, o afuera en el universo de un átomo que existe dentro de una infinidad de otros átomos, y donde cada uno de ellos es en realidad una representación verbal: adentro, afuera, arriba, abajo …sólo existe el vacío, la divina majestad, y para mí y los dos niños, el silencio.
Ansiosamente los observo partir, y con gran asombro veo a una pequeña y tierna niña de 50 centímetros de altura, de un año y medio o dos, que camina contoneándose y con lentitud entre ellos, como un dócil corderito que avanza en el piso de la iglesia. Con aprehensión, el hermano mayor hace todo lo posible por no quitarle a la niña un rebozo que tiene sobre su cabeza, procurando que el hermano menor lo sostenga por la punta, y en medio de los dos, bajo el palio la Dulce Princesa camina observando la iglesia con sus grandes ojos cafés, haciendo ruido con sus tacones.
Salen y ya están jugando con otros niños. Hay muchos niños jugando en el atrio de la iglesia. Algunos parados, observan, en la parte superior de la fachada del templo, las figuras de unos ángeles de piedra gastadas por la lluvia.
Me inclino y reverencio todo, me arrodillo en el banco de entrada y salgo echando una última mirada a San Antonio de Padua. En la calle todo es perfecto otra vez, el mundo está lleno de las rosas de la felicidad, siempre, pero lo ignoramos. La felicidad consiste en entender que todo esto es un gigantesco y extraño sueño.
Kerouac, Jack.
Fragmento de México Inocente en México Inocente y otros relatos de viaje.
Ediciones del Milenio, México, 1999
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